sábado, 25 de agosto de 2007

Alientos de San Miguel

Juan Arturo Brennan
La Jornada

San Miguel de Allende, Gto. Hace unos días concluyó la edición 29 del Festival de Música de Cámara de San Miguel de Allende, cuyo último trecho incluyó un concierto desconcertante en más de un sentido. En su antepenúltima noche de actividades, este festival dedicado primordialmente a los cuartetos de cuerda propuso el concierto de un quinteto estadunidense de alientos, Imani Winds, ensamble que llegó precedido de un notable prestigio.

A la vez, el festival designó una sede alterna, lejana de su tradicional, el teatro Angela Peralta… y ahí se arruinó todo. El concierto tuvo lugar en la troje del rancho de algún potentado local, que más allá de su dudoso elemento pintoresco, resultó con pésima acústica, inexistente iluminación, nula visibilidad, cero condiciones para hacer música y, lo peor de todo, fue indiscriminadamente aplaudido por un público excesivamente complaciente, que pareció no darse cuenta del horrendo entorno en que se desarrolló el concierto de Imani Winds.

Sí, el grupo es sólido, dueño de muy buena técnica; genera una buena interacción con el público y, al parecer, tiene un repertorio amplio y variado.

Por desgracia, el ensamble se dejó llevar por el ambiente de caos y jolgorio, y mandó a volar la mitad del programa anunciado, de modo que en lugar de las atractivas obras de Karel Husa y Justinian Tamusuza que debieron interpretar, deleitaron a la audiencia con bocadillos y caramelos sin mayor interés… eso sí, bien tocados, pero a la larga intrascendentes.

Acaso destacó en la primera parte del recital la inclusión de una obra del tailandés Narong Prangcharoen, de atractivas cualidades sincréticas, con sus referencias al folclor de Tailandia, bien integradas a un discurso abstracto, nada anecdótico. Como era de esperarse, el peculiar público del festival dio sonoros brincos de gusto y se mostró loco de contento, como si se tratara de un concierto exitoso, cosa que no fue, ni de lejos.

Venturosamente, las aguas musicales volvieron a su cauce en las dos últimas noches del festival. El Cuarteto Brentano abrió su programa con una ejecución deslumbrante (por discreta y delicada) de algunos madrigales de Monteverdi (entre otros, esas dos maravillas que son Lasciatemi morire y Zefiro torna), en una transcripción para cuerdas que resultó, en manos de este grupo, de una transparencia diamantina.

Poco arco, poco vibrato, sonido liso y homogéneo, fueron algunos parámetros aplicados con delicadeza y tacto por el Cuarteto Brentano a estos madrigales sin voces. El agudo sentido del estilo, la dinámica, el fraseo y el tratamiento instrumental aplicado a Monteverdi por los Brentano dejó la electrizante impresión de estar escuchando a un viol consort del Renacimiento.

Después de esta pequeña pero poderosa joya musical, el Cuarteto Brentano interpretó a Mozart (Cuarteto K. 589) y a Beethoven (Cuarteto Op. 127), avanzando paulatinamente en los elementos estilísticos apropiados, creciendo en dinámica y expresión, junto al desarrollo cronológico de estas dos sólidas partituras.

Ligereza sutil en Mozart, texturas más gruesas en Beethoven; dinámicas controladas en Mozart, más poder acústico en Beethoven; buen énfasis en el elemento contrastante de los episodios mozartianos en modo menor, buena colocación de las novedades armónicas beethovenianas. Este sí fue, sin duda, un concierto digno de la tradición de este festival.

La noche de clausura fue iniciada por el propio Cuarteto Brentano, tocando el Cuarteto Op. 76 No. 5, de Haydn, con la misma atención al estilo mencionada arriba. Muy interesante, sobre todo, fue haber destacado la primacía del primer violín, como todavía ocurría en algunos cuartetos de la época.

Después se unieron al Brentano dos miembros del Cuarteto La Catrina para hacer el Sexteto Op. 36, de Brahms, que resultó bien ensamblado, muy noble, muy pulcro en sus texturas y muy claro en la diferenciación de las voces al interior del total.

La noche y el festival concluyeron con los dos cuartetos completos, unidos para interpretar el Octeto Op. 20, de Mendelssohn. La ejecución resultó simultáneamente apolínea y extrovertida, gracias a la buena fusión de los temperamentos del Cuarteto Brentano y el Cuarteto La Catrina. Más experimentados los Brentanos, más atrevidos los Catrinos, y de esta mezcla surgió un rico intercambio de ideas y conceptos que, finalmente, le hizo bien a Mendelssohn y a los oídos y espíritus de los asistentes a este concierto de clausura.

Después de este buen par de conciertos postreros me quedó pendiente una pregunta que ya he planteado anteriormente: ¿habrá lugar en este festival para los buenos cuartetos mexicanos?

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